La magia de creer para ver

lunes, 31 de diciembre de 2012

Cuento de Tokio

Habitación 1023 del hotel Akasaka.

En la 1022, una mujer
habla por teléfono en su idioma duro,
llora su llanto libre,
sus sílabas de oscuridad entrecortada.

El dolor tiende a la teatralidad,
implica un énfasis. (Un doliente
es siempre un disfrazado por dentro.)

La mujer de la 1022
verbaliza su tragedia expansiva,
llora su llanto enfático.

El huésped de la 1023 tiene sobre la mesa
los regalos pequeños que ha comprado
esta misma mañana.

A través de la ventana se ve el frío de febrero
como una transparencia sólida.
Los grandes cuervos de ciudad crascitan
imitando el llorar metódico de un niño, el sonido
de una sierra que desgarra la muselina del aire,
la rotura de algo hecho de aire.

La mujer de la 1022 vuelve a marcar,
vuelve a gritar, llora de nuevo.

La tragedia de la 1022 en la 1023,
la conjunción anómala de dos destinos
equidistantes, cruzados por un azar
que ni siquiera merece
la simetría mágica que conlleva ese nombre.

Alguien que habla a gritos
y alguien que oye sin entender
más que la retórica del grito.

De repente el silencio. Al poco, el ruido del televisor.
El silencio otra vez, durante unos minutos que parecen
eternidades mudas a la espera de ser profanadas.

Vuelve a marcar un número, tal vez el mismo siempre.
Reinicia su ritual compartido de expiación
de qué, de qué tiniebla
tan hirientemente suya.

El huésped de la 1023
recordará hasta el fin de su tiempo
la tragedia hermética que tiene lugar en la 1022,
la tragedia para él más lejana del mundo,
la más insondable,
separada de la suya por un tabique en el que cuelga
una estampa de Hiroshige:
“Luna de otoño en Tama”.

 
Felipe Benítez Reyes

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