La magia de creer para ver

lunes, 10 de diciembre de 2012

Estrella de la Tarde I

Cuando sus mejillas se caldean,
y fluye , lento, como de almíbar,
el espíritu que la anima,

cae el cielo nublado que observa,
único testigo, de lo que es,
y siente la tierra pararse en estruendoso silencio.

Silencio.

Firmes brazos de algodón
rodean el fino cuello,
y tibia la sangre asciende,
lenta, a su entero dominio.

Dulce fruta madura,
que encierra el tesoro
de su sagrado jugo:
nadie lo ha hollado.

Quiero descansar eternamente sobre su pecho.

Suave piel,
excelso engaño de Prometeo;
funde perfecta sobre la tierna carne,

baila debajo, lenta, su sangre,
incesante, al son báquico
de su palpitante dueño.

Sueño.

Grácil, intacta ante el cuadro,
del mal, lento, que no cesa,
y pasa encima sin esfuerzo
con alas de etérea música.

De la naturaleza enemiga,
odiada por lo bello,
que incluso en los eternos,
indiferente, ha de crear envidia.

Quiero dormir eternamente sobre su pecho.

Llueve, triste, el otoño,
melancólico compañero
que nunca deja su dominio pasajero.

Y el alma, lenta, cree
descender a los profundos infiernos,
donde reina el inmortal olvido.

Olvido.

Pero reverdece la lluvia
bajo su mirada atenta,
lo que siempre hubo
de putrefacta y amarga hiel.

Y canta el implacable viento
una nueva melodía, lenta,
que induce al dulce sueño,
y rescata la vieja alma herida.

Quiero soñar eternamente sobre su pecho.



Daniel Puche Díaz

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