La magia de creer para ver

jueves, 13 de diciembre de 2012

De Senectute

No estoy aquí, en la última milla, para dirigir un discurso
filosófico cual Catón el Antiguo, severo patricio, un tratado
en pulida prosa rítmica y académico estilo ciceroniano. Estoy
            aquí,
en la última milla, en la primera, en la única milla
―siempre en mitad del camino
de la muerte―,
para acompañarme a mí mismo
(pues todos somos a la vez la víctima y el verdugo.
Y todos inocentes: mortales).

La nieve ha borrado el aromático rastro del seto, el sonido
            de toda huella,
ha enmudecido a los pájaros,
ha igualado el prismático despliegue del arcoiris,
ojos de agua ciega, sordera absoluta, privación del sentido.

Me he quedado en encías,
como un grotesco lactante de ochenta años,
de ochenta siglos,
en fábulas, en desmemorias, en muecas inútiles.
Cuna y tumba, rosa y ceniza, polos que se atraen y repelen,
ártico y antártico, igualmente glaciales
(y ecuador quimérico).

Noche a noche mi cama prefigura más su condición de féretro,
blando ataúd donde entierro como en arena mis ilusiones
            extintas, mis sueños de insomne.
La velada lámpara, la menguante luna asomada a cristales
me arropan en claror espectral, me envuelven, esbozan
los contornos de los objetos que me rodean
obstinados en inmutable presente, en materia
durable ―caoba, mármol, metal, cuero,
lienzo y papeles frágiles, pero ajenos
al desgaste, a la consunción (objetos de mi propiedad:
yo los llamo puerilmente míos). Lo mismo que afuera
los arbolillos de la calle mudando perennemente de hoja
persisten en su ser de árboles sólo, de acacias idénticas,
la piedra de las casas, el asfalto urbano
indiferente a los surcos que imprime en él el tránsito rodado
            del hombre urgido,
del transeúnte que no va a parte alguna:
todos sus trayectos son viajes de retorno, sin retorno,
            agitación baldía.

La última milla se inicia ya en los primeros pasos,
y antes de los primeros, cuando el niño aún no puede
caminar, cuando en la matriz, en la celda
del penal materno, incomunicado, oprimido,
inconsciente del lejano pecado, privado de habla
y de gesto, es incapaz de asumir su propia defensa,
no puede protestar ni apelar a nadie por su inaudita condena.

No llores, porque nadie habrá de escucharte.
No abras el balcón: da sobre la niebla.
No empieces a gemir tan temprano: aun es noche.
No pierdas desde ahora lo último que se pierde.
Calla, consuélate de la vida con la vida misma.
Lo que en último término te cobija es tu desamparo.
Umbral del frío, feliz año nuevo, feliz año viejo,
dichoso año único.
Todo el pasado incumplido está aún delante de ti.
Ayer te aleccionó el futuro.

¿No lograste acaso cuanto deseaste de veras
y muchas otras cosas que ni siquiera soñaste?
¿En qué te sientes, pues, defraudado?
¿A qué aspiras en el poniente?
Has plantado un árbol, has tenido un hijo, has escrito un
libro,
siempre un mismo libro,
un solo verso interminable.
Y te quejas, dices: “¿Qué importa la posteridad
sin la anterioridad? ¿De qué vale que me conozca el futuro
si me ignora el pasado?”.

La vejez por naturaleza es algo habladora.
Nada tiene de extraño que te repitas,
que vuelvas en vana espiral a lo que te atribuló o te alentó,
que percibas aún el aroma del jardín primero.
La memoria disminuye si no se ejercita.
Desmemoriado y sin esperanza,
contémplate sentado entre los cipreses,
setos en flor y carcomidas estatuas,
el pájaro en la rama, la paloma en la piedra. Mira, toca
            en el mármol
tu muerte ayer, tu diaria ceniza. Advierte la fuente,
el agua que corre… Y quédate solo
con la ilusoria renta de tus manos,
luces borradas, palabras caídas.


De ULTIMA THULE 

Vicente Gaos

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