La magia de creer para ver

martes, 12 de marzo de 2013

De civitate hominum

Para A.S.F.R.

El cielo de la mañana tiene
un resplandor azul invernal.
La tierra es de un blanco níveo,
con su brillo cándido responde a la luz del sol,
salvo donde los obuses han dejado nuevos hoyos,
manchas negras en la blancura:

una composición a la Matisse.

Las sombras de los pálidos tocones
son un blanco más.

Y hay huesos blancos.

El Lago Zillebeke y Hooge,
gris hielo, brillan de otro modo,

como los zapatos argénteos de la modelo.

La modelo es nuestro mundo,
un mundo de lo más perro.
Puede que no lo sepan quienes viven entre guerras
pero sí quienes nos consumimos entre paces
tanto si morimos como si no.

Hace mucho frío
y, entre mi sensibilidad
y mi impecable uniforme de subalterno,
bien podría ser el proverbial gris que pela,
el accesorio de la nature morte.

¡Morte…!
Es la naturaleza muerta la que vive,
y no la carne viva.

Hay flores asesinas, blancas como vellones,
que se despliegan con primor
y envuelven a su piloto
quien, sobrevolando Gheluvelt,
hace un reconocimiento matinal,
todo él de seda y plata
en lo alto azul.

Oigo el zumbido de un motor
y nubes de humo blando que martillean el aire
al desplegarse las flores blancas como vellones.

No sabría decir con qué flor se ha quedado
pero de pronto se siente un temblor,
aparece un zigzag de trazos sobre lo azul
y él se desliza hasta
adentrarse en lo blanco,
una llama delicada,
una pincelada de naranja en el vestido de la mañana.

En voz baja, mi sargento dice: «¡Dios santo!
Qué muerte tan horrible».

El santo Dios no responde
aún.


Thomas MacGreevy

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